Un fabricante de zapatos de
Hong Kong se preguntaba si existiría un mercado para sus zapatos en una remota
isla del pacífico. Envió a su secretario a la isla, el cual, después de un examen
superficial, envió el siguiente telegrama: “la gente en este sitio no lleva
zapatos. No hay mercado”. No convencido del todo, el fabricante envió a un
vendedor a la isla. El telegrama que envió a los pocos días decía así: “nadie
en toda la isla lleva un solo zapatos, el mercado es inmenso”. El fabricante,
temeroso de que el delegado comercial se hubiera dejado llevar por la emoción
de ver a tantas personas descalzas, decidió enviar a una tercera persona, un
especialista en marketing. El profesional del marketing entrevistó al jefe de
la tribu y a varios nativos y envió el siguiente telegrama: “la gente aquí no
lleva zapatos con resultado de ello tienen los pies doloridos y llenos de
ampollas. He mostrado al jefe de la tribu como los zapatos evitarían este tipo
de problemas. Está muy entusiasmado y estima que el 70% de su gente comprara
los zapatos a 10 euros el par. Probablemente podemos vender 5000 pares de
zapatos el primer año, nuestros costes de envío y distribución hasta la isla
suman 6 euros por par. Conseguiríamos un resultado neto de 20.000 euros el
primer año, los cuales dada nuestra inversión nos daría una tasa de retorno
habitual del 15%. Todo esto sin mencionar el valor de las posibles ganancias
futuras al entrar en este mercado. Recomiendo que procedamos a ello”
Hace tiempo, un buen
vendedor era uno que podía comunicar valor. Pero como los productos se han
vuelto más parecidos entre sí, cada vendedor de la competencia comunica
básicamente el mismo mensaje. Por tanto ha surgido la necesidad de crear valor
ayudando al cliente a hacer o a ahorrar dinero. Los vendedores deben pasar de
ser persuasores a ser consultores. Esto puede hacerse de forma que proporcionen
ayuda técnica a los consumidores, les solucionen cualquier problema que puedan tener,
e incluso ayudándoles a reformar su negocio.